Informe del diario La Nación muestra “cómo viven los niños en los barrios más pobres de Entre Ríos”

Dalma tiene 9 años y guarda un tesoro entre sus manos. Es una bolsa con once esmaltes usados de distintos colores que encontró en la basura. Mientras ellas se va contenta corriendo a su casa, cerca de 200 personas se quedan revolviendo bolsas en el basural Campo del Abasto, en el barrio El Silencio, en las afueras de Concordia, Entre Ríos.

Buscan algo para comer ese día o para vender y hacer algunos pesos”. Con esta descripción comienza un informe firmado por la periodista Micaela Urdinez, publicado este domingo por el Diario La Nación, como parte de la iniciativa llamada “Hambre de Futuro”.

“Siempre vengo a buscar cosas acá. Si encuentro cosas rotas no las llevo. Ayer saqué una bolsa llena de lápices y gomas”, dice Dalma, con su vestido a rayas multicolor, una gorrita negra puesta para atrás y unos anteojos negros que funcionan como vincha.

Hambre de Futuro viajó por la provincia de Entre Ríos para conocer cómo impactó la pandemia en las infancias de quienes viven en las zonas más vulnerables. Y vimos que son miles los chicos que en las grandes ciudades como Concordia y Paraná viven de los basurales y están expuestos a peligros físicos y de salud. En las áreas rurales de Diamante, el problema fue la conectividad para sostener la escuela y la falta de trabajo.

“La pandemia marcó un recrudecimiento de las condiciones de pobreza, en un contexto en el que ya teníamos ausencias de respuestas específicas. Si no hubiéramos tenido la Tarjeta Alimentar que llega a más de 46.000 familias y no hubiéramos podido fortalecer la AUH, ¿cuáles hubieran sido los números?”, reconoce Marisa Paira, Ministra de Desarrollo Social de Entre Ríos. Durante el 2020, por ejemplo, sumaron a 16.416 niños y adolescentes a la AUH que no la estaban cobrando por diferentes motivos.

Según la Encuesta de la Deuda Social Argentina del Programa del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA los números más preocupantes de la zona centro del país son una pobreza infantil del 53%, una indigencia del 11%, una inseguridad alimentaria total del 28% y un déficit en condiciones de medio ambiente del 46%.

Concordia tiene el estigma de ser considerada, según las últimas mediciones del Indec, como la tercera ciudad más pobre de la Argentina. “Este dato nos duele pero nos interpela a seguir trabajando de forma articulada. Estamos cruzando la información de la ANSES con la de los niños menores de 6 años con baja talla y peso que no tienen AUH. Esto nos da un registro nominal con datos complicados. Son alrededor de 550 niños que vamos a estar visitando y evaluando con las familias. El objetivo es poder encarnar el dato, ponerle el rostro humano y pensar acciones concretas para esas situaciones. Creemos que es el camino para garantizar derechos y buscar los caminos de inclusión para cada caso”, agrega Paira.

Para Pedro Sena, director de Cáritas Concordia, la única forma de modificar la realidad de la ciudad es generar fuentes de trabajo. “Esto es fundamental para dignificar a la persona y que ellos se valoren por sí mismos. Todos dicen “los niños, los niños”, pero yo creo que hay que empezar por las madres embarazadas, darles un cuidado, un control médico y que los chicos no nazcan con desnutrición”, dice.

Desde la provincia, durante la pandemia tuvieron que reordenar el eje de atención para paliar el hambre y atacar la emergencia alimentaria. Las organizaciones sociales como Cáritas y Unicef también hicieron sus aportes. “Que la calidad de la alimentación de las familias y de los niños bajó, y esto tuvo que ver también con los precios de los alimentos, no hay duda. Entre Ríos tuvo en febrero del 2020 la primera entrega de la tarjeta Alimentar y esto nos permitió llegar a familias en los más de 270 gobiernos locales. También se fortaleció el eje de los comedores escolares en 1100 escuelas y de los comedores comunitarios en los barrios”, detalla Paira.

Pelearse por la basura

Carlos, Miguel, Ramón y Josi salen en un carro repleto de bolsones del basural del Abasto. En el alto que hacen para conversar, todos dicen que su sueño es poder salir del basural y trabajar de otra cosa.

“Acá se pelean por la basura. Hay bandos. Nosotros somos un grupo de la mañana y si venimos a la tarde, hay problemas”, dice uno. Esperan, algún día, poder dejar de exponerse a tantos riesgos: “No correr peligro de cortarte, de hacerte un tajo grande, agarrarte una infección o clavarte la aguja del hospital que tiran. Está lleno de moscas. Me gustaría que mis hijos no me tengan que ver así”, se confiesa otro. El que está sentado al lado cuenta que siempre vivió en el barrio y trabajó de lo mismo: “Yo estoy desde que era gurí. Desde que me acuerdo que estoy acá. Ahora tengo 27 años. Los chicos también vienen. Allá al fondo está lleno de gente. Yo a veces vengo con mi hija”.

Mónica Mainez conoce de cerca esta realidad, porque hace 16 años que trabaja en el barrio El Silencio dando talleres ambientales en Jardín materno infantil Manitos Pintadas y también para la ONG El Silencio. Cuenta que en el último año se creó un nuevo asentamiento en este barrio que no está preparado para recibir a más gente.

“Los chicos no tienen infancia y van desde siempre con las mamás al basural. No tienen tiempo para jugar. Las madres tienen muchos hijos que enseguida empiezan a cuidar a sus hermanos más chicos. Llegan a los 9 años y quieren ser los que mandan y buscan con quién tener un hijo”, dice Mainez.

En marzo del año pasado, Entre Ríos creó por decreto la Mesa de Primera Infancia, con el apoyo de Unicef, para diseñar políticas dirigidas a chicos de hasta los 4 años. “También se fortalecieron los espacios de primera infancia. Todos sabemos que en los contextos más vulnerables las madres tienen que salir a trabajar y los hijos más chicos terminan quedando a cargo de las hermanitas más grandes de 12 o 14 años, perdiendo la escolaridad. El esfuerzo del trabajo en primera infancia fue interministerial. Y no es un trabajo sencillo”, cuenta Paira.

Sobran personas y faltan camas

En la casa de Nicolás Benitez sobran personas y faltan camas. Él forma parte del 21% de los chicos que, según el informe de la UCA, comparte cama o colchón en la zona centro del país. Vive en un ranchito del barrio Fátima, en la ciudad de Concordia, junto a sus papás y sus seis hermanos. “Así vivimos nosotros, todos apretaditos”, dice Joana Benítez, su mamá. Lo que más necesita son camas para sus hijos, colchones y materiales para poder agrandar la casa.

Entre Ríos tiene 169 barrios registrados al 2016 en el Registro Nacional de Barrios Populares. El barrio Fátima no figura en él y fue uno de los que explotó de gente durante el 2020. Cientos de familias, la mayoría de jóvenes con hijos pequeños que querían tener su primera vivienda, usurparon estos terrenos para dejar de vivir “agregados” en lo de sus padres. De 50 que había antes de la pandemia, hoy son alrededor de 350 y todos los días se instala una nueva con lo mínimo: maderas y un poco de nylon. Allí los chicos se crían apiñados en ranchos o casillas, algunos sin luz o sin agua, sin cloacas y expuestos al calor y al frío.

“Son parejas que como no pueden pagar alquiler tuvieron que usurpar muchos terrenos. La vivienda es demasiado precaria, es inhumano vivir en esos lugares”, dice Sena con pesar.

Paira es consciente de esta problemática y asegura que en función de cada caso particular, se está analizando la posibilidad de una relocalización. Por otro lado, a partir de este mes, se va a actualizar el registro para incorporar a los barrios que se formaron en los últimos años.

Según la encuesta de la UCA el 33% de los niños de la zona centro presentan déficit educativo. En Fátima no existe Internet y son muy pocas las familias que tienen celular. Esto hizo que los chicos quedaran totalmente aislados de la educación. “La infancia de los niños ahí es pasar el día a día. No tienen escolaridad, un espacio de contención en las escuelas y en estos barrios no usan barbijo ni hay condiciones de higiene”, agrega Sena.

Durante el 2020, Nico directamente no fue a la escuela. Sus hermanos tampoco. “Cuando arrancó la pandemia ya cerraron todo. Ni siquiera los deberes te mandaban. Ahora arranca la escuela pero yo no los puedo mandar a los chicos. Es la 74. Tengo que ir a averiguar cómo es el tema”, dice Joana.

“Te voy a pegar a vos”

Otro de los indicadores que aumentó en este período es el índice de agresiones físicas como forma de disciplinar. En la zona centro, es del 32%. “Yo no te hablo más. Te voy a pegar a vos”, le dice Joana a Nico que tiene picaduras y ronchas en las piernas. Esa violencia fue contaminando todas las interacciones familiares y el clima es siempre tenso. Discute con Dylan, su hermano de 9 años y le pega una piña en la cabeza. Lo deja llorando.

“Creo que la pandemia lo que hizo al tener que encerrarnos entre todos, y vernos la cara entre nosotros, al convivir en una casita de 2 x 2, estas son familias numerosas de quizás siete personas, nos alteró mucho y nos puso a flor de piel. El aislamiento puso a la gente más agresiva. Hay mucho maltrato psicológico entre mamá gritando, papá gritando y quizás golpeando”, agrega Sena.

En estas zonas, el futuro de los adolescentes presenta pocos caminos. Las chicas tienen hijos siendo casi niñas y los chicos arrancan a trabajar en el monte o en el basural. Ninguno termina la secundaria. “En estos barrios si terminan la primaria, es muy bueno. Son muy poquitos los chicos que tienen las posibilidades y ganas de seguir estudiando. El noviazgo en la juventud arranca temprano. Hay niñas de 13 años que ya son mamá y de 12 me atrevo a decir también”, Sena.

Otro de los caminos es la droga, que pisó más fuerte en estos barrios durante la pandemia. “El adicto necesitaba su sustancia. Y como no había trabajo, la conseguía delinquiendo. Ahora te roban las 24 horas y ni miran si hay mujeres o niños. En muchos lados se está inhalando el poxirrán o la bolsita. Y en todos los barrios hay un vendedor. Conozco criaturas de 8 o 9 años consumiendo”, cuenta Sena.

El aumento de la delincuencia en los asentamientos es notable. Todas las mujeres que entrevistamos mencionaron tener miedo por las noches. Algunas son madres solteras y otras se quedan solas mientras sus maridos van a trabajar por quincenas al monte. “Acá te roban todo el tiempo. No podés dejar tu casa sola. Hay locos que siempre te están relojeando”, cuenta Joana.

En Fátima, desde Cáritas y la municipalidad colaboraban para hacer funcionar un comedor que dirigen Daniel Muller y Claudia Zapata, los dos líderes barriales, y que sacaba a las familias de la emergencia. Después de las fiestas, la ayuda se cortó y es muy común ver a los chicos golpear las puertas de las casas pidiendo algo para comer.

“Durante la pandemia ninguna familia tenía trabajo y estaban desesperadas. Hay muchas mujeres embarazadas y una cantidad enorme de chiquitos recién nacidos. Fue muy importante el comedor”, explica Claudia.

Noelia Belén Martínez era una de las personas que retiraban comida del comedor y ahora hace malabares para alimentar a sus cinco hijos. “Ayer le hicimos una polenta con azúcar. Sin leche pero le gusta igual. Sino un tecito sin pan”, cuenta esta mujer que tuvo a su primera hija a los 15 años.

Las zonas rurales, aisladas

En las zonas rurales, el aislamiento profundizó problemáticas vinculadas con el trabajo y la conectividad. La mayoría de las personas que tenían changas informales se quedaron sin fuentes de ingresos y a los chicos les costó mucho poder seguir la escuela.

Cuando sea grande, Bianca Santucho quiere ser repostera o viajar por el mundo. Tiene 10 años y vive en la Aldea San Francisco, en el departamento de Diamante. Su papá trabaja en una granja de pollos y su mamá es ama de casa. En su casa no tiene Internet. “El año pasado fue difícil porque no podíamos hablar por videollamada, solo por llamada común. Lo que no entendía iba a hacerlo una vez por semana a la escuela”, dice.

La preocupación de los padres es cómo van a poder seguir estudiando sus hijos la secundaria, que en general queda lejos. El nivel terciario, ya resulta una utopía. Para poder tener un horizonte profesional, los jóvenes tienen que abandonar su tierra y probar suerte en la ciudad.

Marco Antonio Ríos no quiere sufrir ese desarraigo. Tiene 10 años, es el menor de 10 hermanos y vive en la aldea de pescadores Las Masitas, en el departamento de Diamante. Está compuesta por alrededor de setenta familias con casas precarias sobre el Río de las Mangas.

Ama andar a caballo, ir en canoa por el río y perderse todo el día entre la naturaleza. “No me gusta nada de la escuela”, dice Marco con sonrisa pícara, vestido de bermudas, ojotas tipo Crocs y una remera de Cars. Aunque no sabe nadar, su vida gira alrededor del río.

Su sueño es convertirse en pescador como su papá y poder manejar una lancha. Está en 4to grado y a su alrededor ve que estudiar no siempre es el mejor camino para conseguir trabajo. Su hermano Ezequiel terminó la secundaria y está desempleado. El principal problema en la zona es la falta de trabajo y que la pesca ya no rinde como antes. María Bernardita Escobar, directora del Centro de Salud de Las Masitas, explica que muchos jóvenes elijen la vida de la isla. “Es difícil cuando estás criado en el campo, tener que irte a la ciudad a estudiar o a trabajar. Porque este es otro mundo, son otros tiempos y es otra la forma de vida”, reflexiona.



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