Opinión: En camino hacia una nueva transición política

El impacto de las recientes elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias sobre el sistema político tiende a profundizarse y desborda ya las capacidades de adaptación de la mayor parte de los actores políticos.

ENRIQUE ZULETA PUCEIRO

Las evidencias sobran: a pocos días del 14N, la presión social ha transformado las agendas y ha impuesto prioridades y expectativas sociales que sobrecargan la reducida infraestructura de casi todas las fuerzas políticas.

Sorprende la dificultad creciente de los candidatos para adaptarse a las nuevas condiciones de la competencia política. Entusiasma la emergencia súbita de una agenda muy diferente de la unos y otros habían pactado discutir. El tiempo de los slogans y las frases hechas quedo atrás. Temas desde siempre casi prohibidos en ese pacto implícito entre las principales fuerzas políticas, tales como el empleo, los impuestos, la crisis del gasto y las políticas sociales, los misterios del financiamiento de la política o la exigencia creciente de políticas de estabilización y apertura de la economía han archivado los temas e instrumentos convencionales del marketing electoral.

Desbordados, candidatos tratan más bien de pasar desapercibidos. Sus equipos de campaña parecen empeñados más bien en «navegar con las luces apagadas», tratando de llegar al comercio con el caudal de voto de las PASO y tratando de eludir las reacciones de una opinión publica indignada e impaciente.

Es así como ciertos temas de los que «no convenía» hablar se han situado en el centro de la agenda. El principal es sin duda el reconocimiento tanto desde el gobierno como desde la oposición de la importancia de una política de acuerdos en torno a instrumentos y medidas efectivas para salir de la crisis.

El debate no gira ya en torno a agendas genéricas o a prioridades de políticas de Estado. Gira mas bien en torno a la búsqueda de decisiones que la política pueda afrontar aun a costa de fuertes pérdidas del capital político propio y sin mayores expectativas de obtener ventajas sobre el adversario. Decisiones que están más allá de las perspectivas ideológicas y que, con toda la seguridad, llevaran a la política a enfrentarse con una compleja red de privilegios y resistencia corporativas, que incluyen por cierto a la propia política, como un factor más dentro de una densa red de complicidades sociales.

Nada, por cierto, que la política argentina no haya ya experimentado antes y que no forme parte de las duras enseñanzas de la historia reciente. Iguales causas suelen producir iguales efectos y la política no tiene mayores dificultades en reconocer la presencia de poderosas inercias que llevaron una y otra vez a la derrota de la política y de las instituciones a la frustración de los procesos de cambio.

El ciclo vuelve una vez más a reanudarse y la pregunta es siempre la misma que se planteó cada vez que un gobierno fue derrotado en las elecciones intermedias. ¿Cómo construir, desde la derrota, plataformas de consenso que permitan decidir y actuar con consensos mínimos, aun cuando no se compartan posiciones de principio? Las diferencias que cuartean el universo de la política argentina son profundas y cortan en horizontal y en vertical a todas las fuerzas políticas. Nadie puede razonablemente esperar que unos y otros disciplinen sus propios espacios hasta el punto de superar las profundas diferencias propias de una democracia que atraviesa por dificultades de una naturaleza caso terminal.

El único impulso es sin duda el de siempre, la conciencia de que la fase de apertura y esperanza, propia de los comienzos del gobierno, ha llegado a su fin. Se precipita, en consecuencia, esa segunda fase, tantas veces vivida, en la que, fracasado el tiempo de la lógica de la legitimidad, no hay más remedio que reconocer la prioridad de la lógica de la gobernabilidad.

Un Presidente débil, ya sin reflejos ni expectativas de recuperación, solo podrá aspirar a pilotear una nueva transición, para la cual pierde a sus equipos de confianza, se verá obligado a postergar sus ideales y propósitos fundacionales, reconocer los daños en su coalición gubernativa y aspirar a un reconocimiento ex post de la sociedad en su conjunto, que le será seguramente esquivo, aun en el caso de culminar exitosamente la travesía.

Es el destino, en el mejor de los casos, de presidentes democráticos que atravesaron trances similares, que no llegaron siquiera a terminar sus mandatos pero que, con el tiempo, serán reconocidos por su capacidad para hacerse fuertes desde la estabilidad de la derrota. Las figuras de Illia, Frondizi, Alfonsín o Duhalde son referencias obligadas. El juicio histórico sobre sus segundas etapas, posteriores a las derrotas intermedias, solo vino mucho tiempo después, al cabo de un duro Purgatorio como el que atraviesan por razones muy diversas tanto Menem como De la Rúa.

Es que los apoyos de la sociedad suelen ser mezquinos. Solo se expresan en función directa con la capacidad de quienes gobiernan para garantizar condiciones de gobernabilidad. El grado de consenso social en la etapa que se inicia dependerá exclusivamente de la capacidad de garantizar condiciones efectivas de gobernabilidad de procesos que, para sectores decisivos de la sociedad, se han tornado inmanejables. Desde esta perspectiva, los costos políticos parecen recaer más bien sobre quienes postergan las reformas y no sobre quienes expresan convicción y consecuencia respecto a sus exigencias más duras.

Los conflictos entre legalidad y legitimidad cobran así dimensiones radicalmente distintas de las conocidas. La iniciativa y el liderazgo de las reformas serán mínimo. Dependerá de su capacidad de adaptación a las mutaciones de la sociedad y sobre todo de la destreza para la supervivencia en un ambiente político ya empatado y cada vez más complejo. Se trata de dos lógicas en conflicto que desafían la capacidad del gobierno para administrarlas.

Esta tensión esencial entre dos lógicas contrapuestas será básica para entender un proceso gubernativo que ha fracasado y que exige ya la necesidad de acuerdos más amplios, de orden institucional. El sistema funciona: habilita premios y castigos y ofrece indicadores de alta sensibilidad, capaces incluso de poner en marcha un nuevo proceso de transición.

Sin presiones destituyen tés y con una carga apreciable de optimismo. Los riesgos son mínimos y las oportunidades máximas. A diferencia de lo que ocurre con el resto de las democracias en la región, el sistema funciona y resuelve con eficiencia las crisis de la política. Lo cual no garantiza más que su capacidad relativa para estar a la altura de responsabilidades que, en el fondo, pesan sobre toda la sociedad en su conjunto.

FUENTE: Cronista



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