Nació con parálisis cerebral, tuvo anorexia y hoy es una exitosa diseñadora de joyas

Francina Gaveglio nació sietemesina y sobrevivió después de pasar 42 días en terapia intensiva. Con rehabilitación salió adelante. Hace siete años comenzó a formarse como joyera y empezó a vender bijouterie.

Cuando era bebé, Francina Gaveglio (29) lloraba sin sonido. Había nacido sietemesina, con parálisis cerebral y un defecto en las cuerdas vocales que le impedía hacer ruido. «Mi mamá rompió bolsa, le tuvieron que hacer una cesárea y, según parece, el anestesiólogo se pasó con la dosis. Nací deprimida, sin responder a estímulos y a mi papá le dijeron que tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir», cuenta Francina, con la voz ronca –como disfónica– pero perfectamente clara. Habla con Infobae desde la ciudad de Junín, en la provincia de Buenos Aires, donde vive hace nueve años y todos la conocen porque desde hace un tiempo diseña bijouterie y joyas muy especiales.

«Nací de urgencia, el 9 de enero de 1990, en Villa Dolores, Córdoba, porque en Merlo, San Luis, no podían atender mi parto. Sobreviví y me trasladaron a un sanatorio de la capital, donde pasé 42 días en terapia intensiva. Lloré por primera vez en la ambulancia. Nací con dos kilos, pero al poco tiempo bajé a uno y medio», relata la emprendedora. «Mi mamá pasó toda mi internación mirándome a través de un vidrio. Recién me pudo alzar cuando me dieron el alta», apunta la mujer, que tiene nueve hermanos.

Según pudo saber tiempo después, en su infancia quedó disfónica por un defecto de las cuerdas vocales, que nadie sabe si es por la anestesia o por cómo la intubaron. Sin un diagnóstico inicial claro, su mamá notó que a medida que iba creciendo Francina no gateaba, ni caminaba y tampoco hablaba. Entonces la llevó a ver a Rodolfo Castillo Morales, un médico cordobés reconocido, que le diagnosticó parálisis cerebral leve. «Empiece ya con rehabilitación y fonoaudióloga. Veo casos mucho peores. Esta nena va a hablar y va a caminar», le dijo el doctor y Francina empezó con las terapias, que durante toda su infancia se complementaron con hockey, gimnasia artística y baile. Todo para contrarrestar ese trastorno neurológico que afectaba –y sigue afectando– sus habilidades motoras.

«Me desarrollé con esta condición, que si bien es leve, me acompaña siempre. Tengo una atrofia muscular en la parte derecha del cuerpo. No tengo desarrolladas las vías neurotransmisoras. Mi cerebro manda la orden, pero la respuesta no llega o tarda. No muevo los dedos de ese pie, el tendón es más corto, tengo el gemelo más chico y la mano sin fuerza, ni motricidad fina», asegura sobre una dificultad que muchos ni siquiera conocen.

«Si bien para mucha gente es imperceptible, yo sé que está. De hecho, hace tres meses empecé a entrenar en un gimnasio y no podía completar los ejercicios. Me cuesta coordinar. Pierdo el equilibrio y me caigo. Cuando estoy cansada camino mal y revoleo la pata. O soy torpe y se me cae el vaso», agrega.

Cuando comenzó a ir a la escuela, Francina padeció aquello que hoy se llama bullying. «Siempre acepté mi condición pero sufrí mucho durante el primario. Los chicos pueden ser muy crueles», asegura. «¿Tenés un gallo en la garganta?», «¡Hablá bien!», «¡No se te escucha!», le gritaban sus compañeros de grado cuando pasaba al frente y la felicitaban los docentes cuando tenía diez en Literatura.

«La descoordinación… la dibujaba, pero con la voz no podía», detalla. Cuenta además que por entonces a su papá –que había tenido varios negocios y ya estaba separado de su mamá– le empezó a ir muy mal económicamente. «Perdimos todo con la crisis del 2001. Cuando yo tenía 11 años, mi mamá pasó de ser una señora de dinero a trabajar en el kiosco de una estación de servicio. Entonces yo cuidé de mis hermanos menores», relata.

En el secundario el bullying dejó de ser una constante pero Francina padeció otro mal frecuente en la adolescencia. «Tuve anorexia y bulimia desde los 14 hasta los 18. Lo hacía para llamar la atención de mi papá, que se había ido. Pasé quince días sin comer porque tenía una presentación del musical Cats, con el grupo de baile y quería ponerme un enterito. Todo era un infierno. Cuando tenía que comer, lo hacía con culpa. Y si había reuniones, dejaba de ir para no ver alimentos. Me autoboicoteaba. Hasta que empecé a ir a una psicóloga que me dijo que me iba a seguir atendiendo sólo si yo dejaba de vomitar. Y recién cuando quise correrme del lugar de víctima, pude empezar a sanar», revela.

Desde entonces tuvo una única recaída en Córdoba, donde se fue a estudiar Recursos Humanos cuando terminó el colegio. «Me daba atracones. Pesaba diez kilos más que ahora. Sentía vergüenza al ir a la facultad. Y llegué a vomitar sangre», confiesa y celebra que su mamá le dijo: «¡Te volvés a Merlo! No me interesa que seas una profesional, ¡quiero que te cures!».

Después de días de terapia y compañía familiar, en su ciudad Francina terminó de curarse. Repuesta físicamente, al tiempo se mudó a Buenos Aires para trabajar en una inmobiliaria y estudiar para ser martillera pública. Sin embargo, la aparente tranquilidad duró poco: después de seis meses de vivir en la Ciudad, un jefe le habló de operarse la voz y ella renunció llorando. Otra vez, la ronquera le jugaba una mala pasada.

FUENTE: Infobae



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