La modelo que triunfó en España y que ocultó su pasado como hija del “animal de Auschwitz”

Brigitte era la hija del comandante Rudolf Höss. Pasó su niñez en el campo de exterminio nazi, en la lujosa casa que su padre tenía del otro lado de los alambres de púas. Creció entre las chimeneas humeantes, los detenidos vestidos con los trajes a rayas y oliendo a muerte. Luego tuvo una vida de lujos y calló su historia.

Era la hija de un monstruo. Pero (casi) nadie lo sabía. Sobrevivió ocho décadas escapando de los señalamientos, de las miradas, de las acusaciones, de las sombras del pasado. Ocultando su apellido, sin querer mirar para atrás. Pero cercada por la enfermedad y por un periodista pertinaz, Brigitte decidió contar sobre su pasado.

Los paisajes de su infancia fueron peculiares. Dachau entre el año de edad y los cinco, luego dos años en Sachsenhausen, y de los 7 a los 12, Auschwitz. Todos campos de concentración. Logró sobrevivir a ellos, naturalmente, porque estaba del otro lado del alambre de púas.

Su padre, Rudolf Höss, fue el comandante de Auschwitz; fue quien lo organizó, puso en funcionamiento y lo dirigió. En sus memorias, Höss dice que no pensó llegar tan rápido a tener tamaña responsabilidad. Pero los nazis sabían distinguir el trabajo dedicado.

Tenía cinco hijos que crecieron viendo desde las ventanas de sus cuartos las chimeneas humeantes, los detenidos perdiendo fisonomía humana en los trajes a rayas, los movimientos de personas constantes, salvajes y cotidianos, oliendo a la muerte.

No les faltaba nada. La casa era espaciosa y estaba repleta de bienes lujosos. Grandes escritorios, mesas antiquísimas, cuadros valiosos en las paredes, vajilla de la mejor calidad, jarrones milenarios. Todo proveniente del saqueo nazi. Un ejército de sirvientes estaba a su disposición.

Representantes de todos los oficios imaginables llegaban a su hogar para solucionarles los pequeños inconvenientes cotidianos. Peluqueros, jardineros, cocineros, sastres, carpinteros, profesores de música. Cada uno de ellos provenientes del campo de concentración vecino: mano de obra esclava que les permitía vivir con todas las comodidades.

En la mesa familiar no se hablaba del trabajo del padre. Estaba prohibido traer el trabajo a casa. Tampoco había gritos ni palizas. La armonía parecía reinar. Por la noche les leía cuentos a sus hijos y sus historietas favoritas.

Brigitte cuenta que una de las pocas veces que vio enojado a su padre fue cuando los cinco hermanos habían convencido a una de las costureras que trabajaba en la casa de que les confeccionara trajes a rayas como los que tenían las personas -espectros que se iban consumiendo, que iban siendo reemplazados por otros a los que les esperaba el mismo veloz e infausto destino- al otro lado de la alambrada. Las rayas verticales de dos colores, el símbolo de los Kapos para el hermano mayor. El padre al verlos con los trajes, furioso, los obligó, a fuerza de gritos y manotazos, a desvestirse.

La avanzada soviética hizo que la familia Höss debiera separarse. Y que empezara el tiempo de la incomodidad, de la fuga y las privaciones. Rudolf intentó luchar hasta el final. Su esposa y los hijos escaparon. Luego del triunfo aliado, de la debacle nazi, pasaron necesidades. Vivieron un tiempo a la intemperie, con identidades cambiadas, escapando.

El padre se estableció en un campo, volviendo a sus orígenes de agricultor. Trataba de pasar desapercibido. La familia se instaló en una vieja fábrica de azúcar en St. Michaelisdonn, cerca de la costa. Mantenían contacto con el padre que se encontraba no tan lejos de allí en Flensbourg, cerca de la frontera con Dinamarca. El plan era aguantar hasta que estuvieran las condiciones dadas para una nueva fuga. Pero esta vez, los siete unidos. El destino era obvio y seguro: Argentina.

Pero la planificación se frustró una mañana en que los soldados aliados golpearon con fuerza la puerta y antes de que uno de los hijos pudiera llegar a preguntar quién era, la abrieron de una patada. El interrogatorio y las amenazas dieron resultado. La madre, ante la posibilidad de que alguno de sus hijos fuera entregado a los soviéticos, denunció el paradero de su esposo.

Lo encontraron rápido a Höss. Lo apresaron y fue interrogado con dureza. Luego participó como testigo en Nuremberg. También fue juzgado poco después y condenado a la horca. La ejecución se llevo a cabo muy cerca de Auschwitz, como si esa simetría pudiera reforzar la justicia.

No hubo palabras de arrepentimiento. Dijo, como tantos otros, que él no mató a nadie con sus manos, que solo respondió órdenes e hizo su trabajo.

Su familia intentó seguir adelante. El plan era no llamar la atención, que nadie los asociara con el pasado nazi. Brigitte no aguantó más en Alemania y se marchó a España. Creyó que en una nueva tierra tendría más posibilidades de empezar una nueva vida.

Era imponente. Era alta, segura, con un cuello largo, una sonrisa firme y ojos ávidos. Su figura le posibilitó abrirse paso enseguida. Tenía 27 años pero parecía atemporal. Una belleza germana, gélida, sofisticada, intrigante.

Un encuentro casual hizo que encontrara no solo rumbo en el aspecto laboral sino que pudiera ingresar en un mundo que la cobijara y en el que sus posibilidades de ascenso y de dejar atrás el pasado fueran una realidad.

Cristóbal Balenciaga se la cruzó en un evento e inmediatamente quedó deslumbrado. De inmediato le hizo una oferta para que se incorporara como mannequin (todavía no se las llamaba modelos) de su marca. Balenciaga, así a secas, no era necesario el nombre propio, diseñador legendario ya en esa época, con su elección la legitimó.

Nadie le pidió a Brigitte demasiadas explicaciones sobre su pasado. Mejor no saber. Cuando alguien se interesaba en su orfandad y soledad, ella decía que su padre había muerto en la guerra. Omitía algunos detalles.

Brigitte se convirtió en una de las favoritas del modisto que la llamaba «mi pequeño soldado alemán». Ella conoció en virtud de su trabajo a actrices de Hollywood, miembros de la nobleza, personalidades influyentes y a Carmen Polo, la esposa del dictador Francisco Franco.

Otra vez vivía rodeada de lujo. Había dejado atrás la pobreza, la vida en fuga, los atroces crímenes paternos. También su apellido. No quería que nadie la asociara con Auschwitz.

Luego conoció a un ingeniero norteamericano de origen irlandés que ocasionalmente trabajaba en Madrid. Se casaron y ella siguió los destinos laborales de su marido. Irán, Vietnam, Líbano, Liberia y Grecia. No le costó nada dejar las pasarelas. Ya no necesitaba ni seudónimos ni el apellido materno. De ahí en adelante llevaría el apellido de casada. Formaron una familia itinerante, tuvieron dos hijos y recién se instalaron definitivamente en Washington en 1972.

Durante largo tiempo ella ocultó sus orígenes a su marido. Cuando confesó quién había sido su padre, el hombre se mostró comprensivo. «Sos una víctima más», le dijo y acordaron no volver a hablar del tema. Se separaron en 1983. Ella tuvo otros dos matrimonios y trabajó en Saks Jandel, una lujosa boutique, más de tres décadas. Otra vez los clientes eran exclusivos. Jackie Kennedy, Barbara Bush, Hillary Clinton.

Cierta vez, luego de una fiesta, con los frenos inhibitorios aflojados por el alcohol, le confesó su pasado al gerente del negocio. Este le comunicó, a la mañana siguiente, a los dueños de la tienda, un matrimonio judío alemán que debió escapar de su tierra luego de La Noche de los Cristales Rotos. Ellos le dijeron a Brigitte que su puesto no peligraba, que nadie era culpable por los crímenes de los padres. Trabajó con ellos 35 años.

Brigitte ocultó su historia hasta que tras cumplir 80 años le descubrieron un cáncer. Luego del diagnóstico decidió recibir a Thomas Harding, un periodista y escritor norteamericano que estaba escribiendo el libro Hans y Rudolf, una crónica de cómo su tío abuelo Hans Alexander, un capitán del ejército de Estados Unidos, había capturado a Höss en 1946.

Harding rastreó a Brigitte durante años, siguió pistas falsas pero no se desalentó. Hasta que un día consiguió lo que parecía imposible. Dar con ella y lograr que hablara. Allí ella le contó de los días en Auschwitz, de la fuga, de los años de Balenciaga y de su vida posterior.

Pero la condición era que no dijera cuál era su domicilio ni su apellido de casada, que nadie pudiera asociarla ni a ella ni a su familia con el criminal de guerra nazi. Sin embargo en esa charla dijo que su padre «parecía el mejor hombre del mundo, siempre dulce y amable con quienes le rodeaban». Y hasta incurrió en el negacionismo al intentar defender a su progenitor. «Si fueron tantos millones los muertos, ¿por qué hay tantos sobrevivientes?».

Cuando Harding le recordó que su mismo padre había reconocido un millón de víctimas en Auschwitz, ella adujo que sus captores británicos le sacaron esa confesión bajo tortura. Brigitte caracterizaba al padre como un integrante más, uno cualquiera, de las SS. Alguien obligado por las circunstancias a cumplir órdenes incómodas, a las que no se podía negar porque de otro modo su familia peligraba. «Si no hacía lo que le decían era que nos matarían a nosotros», afirmó Brigitte.

Sin embargo, eso no es más que una versión antojadiza, una negación de la realidad, un intento de exculpar al padre que escapa de todo acercamiento con la verdad. Rudolf Höss fue un hombre ambicioso y oportunista. Su búsqueda frenética de poder, riqueza y comodidades lo llevó a ascender en la jerarquía nazi con gran velocidad. Él hacía lo que tenía que hacer para seguir ascendiendo.

En Höss, como en otros líderes nazis, hay ambición y convicción, impiedad y premeditación. Su actuar nunca fue fruto de la inercia. Si no mató a nadie con sus propias manos fue solo porque tenía a un batallón de personas (literalmente) a su mando. Hizo lo que tenía que hacer para mantener su poder y sus privilegios. Y si hubieran estado en peligro hubiera hecho lo que fuera necesario sin mayores escrúpulos. Fue un verdugo y un criminal. Lo llamaron «el animal de Auschwitz».

Brigitte sostuvo, no sin razón, que ella era una niña en ese entonces. «Nunca supe nada de la matanza y de las aberraciones. Sí veía las chimeneas, las barracas y los alambres de púa. Pero nunca pregunté por ellos. ¿ Y si hubiera sabido? ¿Qué hubiera cambiado con 7 o 10 años?», afirmó.

Los hijos no son responsables de los actos paternos. Cargan con esa herencia siniestra, con un legado macabro pero no tienen la culpa. La abyección no se transmite genéticamente. Sin embargo, la postura y actitudes que han tenido los hijos de los criminales nazis fue dispar.

Están los que han seguido defendiendo el actuar de sus padres, vanagloriándose de crímenes contra la humanidad. El hijo de Rudolf Höss, uno de los de Adolf Eichmann y varios más.

Otros, como el hijo de Martin Bormann, que se convirtió en sacerdote católico, no solo repudió al nazismo sino que dedicó su vida a intentar que se conocieran los crímenes para que no volvieran a suceder.

El hijo de un jefe de la Gestapo fusilado en 1948 se alineó en este grupo cuando le expresó a la periodista Gitta Sereny que «una persona al llegar al final de su vida debería tener el coraje de decir: ‘Hijo, hice cosas espantosas y ahora voy a pagar con mi vida por eso. Espero que aprendas para que nunca hagas algo semejante’. Si hubieran dicho algo así, nos habrían ayudado. Pero fueron incapaces de sentir vergüenza o arrepentimiento y de ese modo nos abandonaron, dejándonos nada más el legado de su terrible culpa».

Karl, nieto de Rudolf Höss, sobrino de Brigitte, fue un poco más explícito al respecto: «Si supiera dónde está la tumba de mi abuelo, iría a mearla».

FUENTE: Infobae



Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *