Editorial: Jueces temporales, nueva embestida contra la Justicia

El debate sobre la limitación de la duración de los jueces en sus cargos que propone el presidente Fernández ya fue zanjado por nuestra Constitución.

El empeño del Gobierno por debilitar todo lo posible y de cualquier manera la independencia del Poder Judicial es incesante. Cuando parece haber quedado algo estancado su intento de modificar la composición de la Corte Suprema y de diseñar el Ministerio Público de modo de contar con fiscales sumisos al poder político, el presidente Alberto Fernández ha sugerido la conveniencia de que el desempeño de los jueces se reduzca a un tiempo acotado.

La permanencia de los jueces en sus cargos mientras dure su buena conducta está prevista en la Constitución, que entonces debería reformarse nuevamente para incluir semejante innovación.

La discusión académica sobre la limitación temporal de los cargos judiciales existe en el mundo. Y nuestros constituyentes la tuvieron en consideración, porque la Constitución reformada en 1994 establece un límite de edad a los nombramientos judiciales. Al cumplir 75 años, un juez requiere un nuevo proceso de nombramiento, que incluye un renovado acuerdo del Senado. Se trata de un condicionamiento discutible, pero objetivo, y que no carece de toda razonabilidad por motivos puramente biológicos. Los jueces no son, entonces, vitalicios. Algo distinto sería –tal como parece surgir de las palabras presidenciales– someter a todo magistrado cada tanto, incluso a los más jóvenes, al tamiz de un nuevo nombramiento que debería ser decidido, inevitablemente, por los sectores políticos. Demasiado alicaída está ya es la confianza de la población en sus tribunales, a los que sobre todo en la Justicia Federal se ve permeables a los vaivenes electorales, como para decirles ahora a los ciudadanos que los magistrados que juzgan sobre su libertad, su propiedad y su honor deberán congraciarse periódicamente con los políticos para seguir en sus cargos.

La división de poderes y los consabidos “frenos y contrapesos” han sido probablemente la conquista más valiosa del constitucionalismo moderno con la finalidad de “asegurar los beneficios de la libertad”, tal como dice el Preámbulo de nuestra Constitución. Una Constitución tiene sentido cuando limita el poder de los organismos del Estado, no cuando lo expande con el efecto de limitar la esfera de libertad de los individuos. Tiene más sentido en lo que prohíbe hacer a los poderosos, que es todo aquello que no les encomienda de manera explícita.

Es previsible, entonces, que los gobiernos populistas de cualquier signo, que se ven a sí mismos poco menos que como intérpretes infalibles de una también infalible voluntad popular, renieguen de cualquier norma o institución que ponga algún límite a sus iniciativas. El Poder Judicial es, por supuesto, el freno más molesto para esos propósitos.

La independencia de la Justicia respecto de los poderes políticos es una de las reglas fundamentales del funcionamiento de una república. En 1787, los autores de la Constitución de los Estados Unidos la reflejaron de una manera que se ha convertido en uno de los principios esenciales del Estado constitucional: “La libertad no puede tener nada que temer de la administración de justicia por sí sola, pero tendría que temerlo todo de su unión con cualquiera de los otros departamentos… Nada puede contribuir tan eficazmente a la firmeza e independencia [de los jueces] como la estabilidad en el cargo, cualidad que ha de ser considerada con razón un elemento indispensable en toda Constitución y asimismo, en gran parte, como la ciudadela de la justicia y la seguridad públicas”.

La inamovilidad, así como la prohibición de disminuirles su remuneración, no son privilegios de los jueces, sino intentos de garantizar todo lo posible a los ciudadanos que las objetivas presiones políticas sobre el Poder Judicial se mantendrán a raya. El objetivo es que, luego de la designación, la política se retire y deje a los jueces hacer independientemente su tarea. No parece ser este el motor de las expresiones presidenciales.

Es sugestivo que esta insinuación presidencial tenga que ver con una manera de “deshacerse” de jueces, después de fracasar en su intento de modificar la manera de designarlos. Lo que el país necesita es que los políticos, los del Senado y los que dominan el Consejo de la Magistratura, tomen con mayor responsabilidad el proceso de nombramiento de los magistrados, no que imaginen mecanismos para depurar a la judicatura de lo que les molesta. Como “hay que ser y parecer”, la iniciativa no puede desvincularse de la compleja situación originada por las causas de corrupción en que están involucrados muchos líderes del grupo gobernante, incluida la exvicepresidenta y jefa política de ese sector.

En una conferencia que brindó ante una comisión del Senado (https://youtube/Ggz_gd–UO0) acerca de qué tornaba excepcional la forma en que fue organizado su país, el prestigioso exjuez de la Corte Suprema de los Estados Unidos Antonin Scalia señaló que el sistema de frenos y contrapesos, por el cual el presidente puede vetar leyes y los jueces pueden declarar inaplicables por inconstitucionales los actos de los demás poderes, suele motivar quejas porque da lugar a una trabazón o parálisis en las acciones de gobierno. Scalia indicó que eso, precisamente, es lo que habían querido que ocurriera los que redactaron la Constitución norteamericana. Lo mismo cabe decir de la nuestra.

FUENTE: La Nación



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