La otra cara de la inflación, ¿O la verdadera cara?

La constante devaluación de la moneda nacional no solo dispara los precios, multiplica la pobreza, engorda los bolsillos de especuladores varios y permite a las grandes empresas apropiarse de la mayor productividad. También profundiza la reprimarización y debilita el mercado interno. Lo que está en juego: la capacidad del Estado para disciplinar a la cúpula empresarial.

Por Horacio Rovelli – entreriosplus.com

La Argentina industrial tuvo su momento de auge. Fue con el llamado modelo ISI (Industrias Sustituidoras de Importaciones), que dirigió el ministro de Hacienda Federico Pinedo durante el gobierno conservador de Agustín P. Justo y potenciaron los dos primeros gobiernos peronistas. Consistía en “tirar” de la demanda para acelerar la inversión. Se partía de un supuesto: ante una mayor demanda presente y futura, los empresarios invertirían acrecentando su capacidad productiva con nuevos equipos y tecnología, capacitarían a los trabajadores y el proceso redundaría en un mayor stock de materiales e insumos. El objetivo se logró, aunque no en su totalidad.

Los empresarios no sostuvieron en el tiempo un aumento de la inversión en una magnitud similar a la creciente demanda. Los precios internos comenzaron a aumentar. El mundo salía de la Segunda Guerra Mundial. Los alimentos y las materias primas registraban precios internacionales muy altos. Ante ese panorama, el gobierno de la época, mediante las juntas nacionales de Granos y Carnes y el Instituto Argentino de Producción e Intercambio, reguló los precios internos para no encarecer el costo de vida. Con alimentos accesibles y proporcionales al salario, el costo de la mano de obra no tenía que incrementarse para que el trabajador viviera dignamente.

El mecanismo transfirió ingresos desde el campo a la industria, pero lo hizo en un marco inflacionario que era funcional al modelo extractivista-agropecuario exportador. En definitiva, la inflación era el principal mecanismo por el cual los formadores de precios se podían apropiar de una mayor productividad del trabajo. De otro modo hubieran debido aumentar el salario real, cosa que también en líneas generales sucedió, pero siempre en menor proporción que el aumento de la tasa de ganancia. La inflación, en síntesis, reflejaba la puja distributiva de un país que crecía en forma sostenida en base a su mercado interno.

Mal o bien, ese país industrial y el ISI sobrevivieron. Lo hicieron hasta el golpe militar de 1976 que impuso a sangre y fuego una nueva versión del modelo extractivista-agropecuario exportador. Para imponerlo apelaron al endeudamiento externo y subordinaron la matriz productiva a los mercados internacionales, que se cobraron la deuda con los frutos del país y mediante la compra a precio vil de los principales activos públicos. Una política que continuaron e incluso profundizaron los gobiernos democráticos que siguieron, con excepción del ex ministro de Economía Bernardo Grinspun, quien trató de rehacer la producción nacional y fortalecer el mercado interno.

No pudo ser. La asociación entre los bancos acreedores y las principales empresas privadas del país – todas severamente endeudadas en divisas – consiguieron transferir la mayor parte de sus pasivos al Estado nacional. La negativa de Grinspun a convalidar la socialización de la deuda privada terminó con su alejamiento. El 19 de febrero del ‘85, Raúl Alfonsín le pidió la renuncia. El día anterior, Grinspun había echado de su oficina al representante del FMI Joaquín Ferrán.

La primavera kirchnerista

Con Néstor Kirchner cambió la historia. El mercado interno volvió a crecer en forma sostenida, las exportaciones industriales aumentaron y se concretaron acuerdos comerciales con los países de la región. Las estadísticas revisadas por el Indec dirigido por Jorge Todesca señalan que la Argentina promedió una tasa anual de crecimiento del 9 por ciento y una inflación del 10 por ciento por año. Se crecía. Aumentaban el empleo y los salarios. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el país redujo entre 2003 y 2007 en un 53,8 por ciento su tasa de desempleo urbano abierto y se ubicó tercera entre las naciones latinoamericanas con mayor eficacia en la reducción de la desocupación. La creación de empleos redujo la desigualdad social. Los índices de pobreza y desempleo disminuyeran notoriamente.

En ese mismo período, el volumen físico producido por industria local creció a un promedio anual del 10,3 por ciento y acompañó la dinámica de la economía en su conjunto. El persistente avance del sector manufacturero constituyó una característica sobresaliente con relación a otras etapas de crecimiento industrial. Un ejemplo de la política aplicada son el acta compromiso de 2004 suscripta por Kirchner para reactivar el Astillero Río Santiago y el contrato que firmó con Hugo Chávez en 2005 para la construcción de dos buques de 47 mil toneladas cada uno. El astillero se reactivó e implicó la incorporación inmediata de 250 nuevos operarios, entre soldadores y caldereros.

El problema que se le presentó a Kirchner consistía en cómo aumentar el poder de compra del salariado sin arriesgar el incremento de la competitividad que se había ganado por la baja del costo laboral en dólares tras la devaluación que siguió a la convertibilidad. Para solucionarlo, el gobierno desarrolló políticas activas que incluyeron el impulso a las negociaciones colectivas de trabajo y la elevación del salario mínimo, vital y móvil. Una estrategia que incluyó aplicar derechos de exportación a los productos agropecuarios con un doble objetivo: generar un ingreso genuino para el fisco y abaratar en la misma proporción el precio interno de los alimentos.

Otro aspecto destacado lo constituyó la lucha contra el empleo no registrado. El Ejecutivo implementó el Plan de Regularización del Trabajo y creó el Sistema Integral de Inspección del Trabajo y la Seguridad Social, este último para controlar y fiscalizar el cumplimiento de las normas laborales. En 2007, 83 de cada 100 nuevos empleos eran formales. Una diferencia notable con los años noventa, cuando apenas 6 de cada 100 lo eran. En el ámbito de los programas de transferencia de ingresos, la estrategia consistió en reconvertir el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados para mejorar las condiciones de empleabilidad. En 2007, unos 700 mil beneficiarios habían conseguido un empleo registrado.

La denominada “crisis del campo” de 2008 y la crisis internacional de securitización de las hipotecas de 2009 limitaron el margen de acción del gobierno. El poder económico creyó vislumbrar el fin del kirchnerismo y con ello la posibilidad de reinsertar al país en el mercado financiero mundial. La hoja de ruta implicaba, primero, endeudar al país en divisas para cubrir un déficit fiscal en pesos que Cambiemos acrecentó al eliminar los derechos de exportación – salvo para la soja, cuya alícuota disminuyó – y al reducir los gravámenes a la riqueza y las ganancias. Lo sabido. La subordinación al capital financiero global y al FMI, su quinta columna, exige que el país pague su deuda vendiendo alimentos y materias primas.

Solo este imperativo explica el Decreto 949/2020 que regirá la licitación internacional para el dragado de la Hidrovía Paraná-Paraguay que impulsan las grandes acopiadoras y exportadoras de granos. Son las beneficiarias directas de la constante depreciación de nuestra moneda – que abarata sus costos, incluida la mano de obra – y del aumento de los precios de los commodities. Solo para tener una idea. La tonelada de la soja en el Mercado de Chicago cotizaba en diciembre de 2019 a 195 dólares. Su precio trepa hoy a 542,2 dólares. Un incremento del 178 por ciento. En el mismo período, el maíz pasó de 143 a 235,4 dólares, y el trigo de 195 a 242,8 dólares. Aumentos del 64 y el 25 por ciento, respectivamente.

Tan cierto ayer como hoy

En la Argentina siguen presentes las causas que originaron los oligopolios. El poder de las empresas que actúan en mercados cautivos o semi cautivos se acrecienta con la concentración económica y la extranjerización. Sin embargo, en el país posterior a Cambiemos, la mayor causa de la inflación es la suba del dólar, nuestra moneda de referencia. Es evidente. Desde el primero de abril de 2015 al 31 de marzo de 2021, el tipo de cambio comercial se incrementó un 1.100 por ciento, y la inflación medida por el IPC del Indec un 1.082,85 por ciento. Se ha apuntado en este espacio: ocurre porque se permite a las grandes empresas productoras de alimentos, energía e insumos básicos igualar sus precios internos con los internacionales.

En la práctica, la interrelación entre el dólar y los precios se intensifica con la sistemática devaluación de nuestra moneda. El circuito profundiza a su vez la reprimarización, al tiempo que se debilita el mercado interno y se fortalece el modelo extractivista-agropecuario exportador. En este contexto, la Secretaría de Comercio dejó expuesto como varias multinacionales productoras de bienes de consumo masivo ejercen prácticas abusivas para escapar a los controles que se comprometieron a respetar. El organismo le requirió a las mil empresas más grandes que informen sus precios, además de sus niveles de producción y ventas.

Se tarta de un intento por evitar el desabastecimiento y que el alza de los precios externos sigan impactando en el mercado doméstico. Sin embargo, es muy poco lo que puede hacer la Secretaría Comercio mientras el Banco Central y el Ministerio de Economía sigan convalidando la suba del dólar. La cotización de la divisa estadounidense pasó de 89,50 a 98,50 entre los primeros días de enero y mediados de abril. Una suba del 10,5 por ciento. Y esto después de la devaluación del 100 por ciento de entre fines de abril y fines de julio de 2018. Un sendero devaluatorio alcanza ya un 65 por ciento desde que asumió Alberto Fernández.

La única razón que explica las microdevaluaciones del Banco Central es la intención de propiciar el modelo extractivista-agropecuario exportador. Cuanto menor sea el consumo interno y más baratos nuestros precios medidos en dólares, mejor. Mayor será el saldo exportable. Tan cierto ayer como hoy. Alcanza con echar un vistazo a las memorias de la Sociedad Rural Argentina. En 1962, cuando finalizaba el gobierno de Arturo Frondizi y comenzaba el interinato de José María Guido, la entidad proponía: “Para incrementar las exportaciones debe reducirse la influencia de los dos factores que las disminuyeron en los últimos veinte años: el consumo interno y las medida de gobierno que despojaron al campo en beneficio de una industrialización forzada llevada a cabo en forma inorgánica”.

El problema inflacionario se resuelve tomando la dirección inversa. Lo que se debe apuntalar es un modelo económico que estimule el mercado interno, el trabajo y la producción nacional. Como hizo Néstor Kirchner. El tipo de cambio se debería adecuar a esa necesidad. La primera medida debería ser elevar las alícuotas de todos los derechos de exportación a una tasa del 35 por ciento y, de esa manera, desacoplar los precios externos de los internos.

La inflación actual, en definitiva, refleja el poder de los grandes formadores de precios. La tarea principal la definió el profesor titular emérito de la Facultad de Economía de la Universidad de Cambridge, el economista chileno Gabriel Palma. Fue en 2012, cuando visitó nuestro país. “El Estado debe recuperar su capacidad para disciplinar a las elites capitalistas. Además de dar subsidios, los gobiernos deben poder reclamar que las empresas aumenten sus exportaciones, inviertan, innoven e impulsen el cambio tecnológico. Los capitalistas asiáticos y latinoamericanos no son diferentes, lo que difiere es la capacidad de los gobiernos para disciplinarlos”, señaló Palma. Más claro, imposible.

(Socompa)



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